Wilmar Roldán no puede saltar. Mueve su 1,90 metro en las catacumbas de un estadio que, si algo no le ofrece, son comodidades. El árbitro y sus asistentes realizan el calentamiento en un pasillo de dos metros de ancho y cincuenta de largo. Pero el techo es tan bajo que, si el colombiano atina a elevarse un poco, su cabeza le dará a un foco de luz. La escena es lúgubre y de comedia: mientras la terna arbitral elonga y trota, en ese mismo espacio los guardias de seguridad del presidente de la Nación van y vienen. Por allí tienen que pasar las tres personalidades más importantes de la tarde. Solo falta saber cuándo andarán por allí Lionel Messi, Marcelo Tinelli, Evo Morales.
De pronto, más corridas. Los asistentes de la selección argentina quieren subir al cuarto piso a ver qué tan cómodo puede estar allí el negado por la FIFA, que aguarda en el vestuario. Pero el ascensor tarda, y entonces hay que subir por la escalera desafiando los efectos de la altura. Se mezclan con los guardias de Evo que bloquean uno de los dos ascensores porque Evo ya viene. Faltan cinco minutos para que empiece el partido apenas. Pero Messi, el más buscado, no aparecerá: es que arriba, dicen los que ya bajaron, no hay manera de ubicarlo en un lugar sin que se le abalancen algunos de los miles de bolivianos que pagaron la entrada para verlo a él.
Su lugar, definitivamente, será el vestuario. Messi verá el partido por televisión junto a Tinelli y Jorge Miadosqui,el secretario de selecciones de la AFA. Es curioso: el que siempre protagoniza no terminará ni siquiera siendo testigo presencial de la derrota de sus compañeros.
El equipo de comunicación del presidente no se rinde. En el pasillo en el que siguen esperando a Evo, uno de los guardias confunde a un periodista argentino con un asistente del capitán argentino y le dice al oído: “Dile a Messi que ya puede subir, se sentará al lado de Evo”. Se va corriendo, sin esperar que le respondan que no, que gracias, pero que el destinatario de esas palabras no era el mensajero indicado.
Ajeno a esas idas y vueltas, Evo Morales aparece como una tromba rodeado de diez personas y se sube al ascensor, con el partido ya empezado. Arriba, en el palco oficial, esperará vanamente por Messi. Gritará moderadamente los dos goles de Bolivia, claro, pero esta vez no tendrá la foto que se sacó hace cuatro años junto al 10, al que hasta le puso un poncho típico.
La próxima vez que Messi sea visto será a las 18.54 del atardecer paceño. Saldrá caminando con su valijita de tiro, una bolsa blanca en la mano y la seriedad habitual. La boca, esa que abrió con ganas contra un árbitro brasileño cinco días atrás, permanecerá cerrada. Levantará la mano una vez a los privilegiados hinchas que se acercaron a las vallas para contentarse con esa caminata de treinta segundos.
La paradoja está servida: el más buscado de esta tarde que ahora es fiesta en las calles se irá casi sin que lo vean, cargando en su espalda el peso de un día negro y una derrota que le pertenece por omisión. A ocho kilómetros del lugar lo espera un avión privado. Y más allá, Barcelona y algo de paz.
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